Me entero con gran satisfacción que acaba de ponerse en servicio el nuevo aeropuerto Mariscal Sucre de Quito. Construido a 25 kilómetros del centro de Quito y a un costo de 700 millones de dólares, el nuevo aeropuerto reemplaza por completo a una añeja terminal aérea famosa por su peligrosidad, sus limitantes operacionales y por su ubicación en plena mancha urbana, muy a la manera, por cierto, del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.
Dicen los quiteños que van a extrañar los aviones sobrevolando su hermosa ciudad capital y no los culpo. Yo también extrañaría ver los aviones sobre la Ciudad de México, pero me daría más gusto tener un nuevo aeropuerto. En cualquier caso, los ecuatorianos ya tienen su nuevo aeropuerto, si bien operando desde ahora virtualmente a su capacidad de 5.5 millones de pasajeros al año, toda vez que las demoras en su construcción se combinaron con importantes crecimientos del tráfico aéreo en el mismo plazo, casi igualando la capacidad de la primera fase del Plan Maestro, obligando a poner en marcha, virtualmente de inmediato los planes de su ampliación.
Se trata de una obra necesaria, esperada y seguramente beneficiosa para los ecuatorianos; baste decir que además de contar con una pista de más de 4 kilómetros de longitud, está unos 600 metros de elevación por debajo de lo que estaba el anterior aeropuerto, lo que permite mejores desempeños en materia de capacidad y alcance de las aeronaves, mejorando la rentabilidad de las operaciones y por ende incentivándolas.
Con vocación carguera, el nuevo aeropuerto cuenta con una terminal de carga de 12 mil metros cuadrados y capacidad de 249 mil toneladas por año, mientras que en el anterior aeropuerto la capacidad era de 149 mil 718 toneladas, facilidades que están siendo aprovechadas por unas 21 aerolíneas cargueras, principalmente para tráficos de exportación de perecederos del Ecuador hacia mercados en Estados Unidos y Europa.
Artículo escrito por: Juan A. José
Original en: Revista T21 México